Un sol primaveral acariciaba las densas aguas del río, trasmitiendo su suave calor a la somera lámina de agua que discurría bajo la moderna pasarela peatonal que utilizamos para ir a visitar a los abuelos.
Abajo, ajenos a la dudosa calidad sanitaria del agua, decenas de patos se deslizaban con gracia sobre la superficie mientras recogían con ligereza, las migas de pan que un grupo de niños apoyados en la barandilla del puente les iban echando.
Ni mi hermano Alberto ni mi padre, ni tampoco yo, habíamos traído comida para ellos. Con la cabeza apoyada en los barrotes miraba hacia abajo y me daba pena no poderles dar algo a aquellos simpáticos animales. Así, que sin pensarlo demasiado y sin valorar si les serviría realmente para algo, les dejé caer uno de mis zapatos deportivos.
Me disponía a darles el otro, cuando sentí que mi padre me sujetaba por los hombros y lo impedía, pues asombrado, había advertido que un pequeño deportivo rojo flotaba en el centro del Segura.
Ni mi padre ni yo abandonamos el puente contentos, él por motivos obvios, ya que además de haber perdido el zapato, tubo que llevarme hasta el coche en brazos y yo porque no logré completar my buena acción. No obstante al alejarnos pude ver por encima del hombro de papá, como unos patitos jugaban agradecidos con aquel extraño barquito rojo que les había regalado. Por un instante me sentí feliz, pero me abstuve de manifestarlo, pues mi padre en aquel momento, no estaba de humor para entenderlo.